LIBRO SEGUNDO- El Oráculo Oscuro de Fuego
Capítulo once: Susurros la
noche, furia en el mar.
“Vivimos en los mares, sobreviviendo por nuestra fuerza y
astucia. Soportamos tormentas a las que ningún clan podría sobrevivir. Somos
los Mantis, y somos libres”
Crines, cabellos y
seda fueron agitados por la fresca brisa de la mañana. Llegaba el final del
verano, si bien Hantei aún brillaba con fuerza: el Campeonato debía haber
alegrado su espíritu.
Yuna se balanceaba
suavemente al ritmo de su caballo Matsuka; el Camino Imperial ante sus ojos.
Había partido de Otosan Uchi colmada de honores por su nuevo título, con la katana
Topacio a la cintura junto a su katana Escorpión… y con una misión que cumplir.
La mañana siguiente
al fin del Campeonato, el Daimyo Comadreja la había convocado para encomendarle
una misión de parte del Emperador.
-
En
tierras Fénix habita un importante enemigo del Imperio: el Oráculo Oscuro de
Fuego. Vuestra misión es destruirle…
Los elementos que
regían el mundo; Aire, Fuego, Agua, Tierra y Vacío; estaban controlados por
dragones de enorme poder. Se comunicaban con Rokugan a través de los Oráculos,
que podían ser benignos o malignos. A los malignos se les llamaba Oráculos
Oscuros. Así pues, el Oráculo Oscuro de Fuego era el representante maligno en
la tierra del dragón de Fuego.
-
Sin
embargo, su poder le hace invisible a ojos mortales. Para poder enfrentaros a él,
necesitaréis un Nemuranai: la Máscara de Jade.
Los kamis eran
caprichosos. En ocasiones encontraban objetos que llamaban su atención, y
decidían introducirse en ellos. Los Nemuranais eran estos objetos sagrados, en
cuyo interior residían kamis de mayor o menor condición; lo que dotaba a tales
instrumentos de propiedades increíbles y desconocidas.
-
Según
antiguos escritos del clan del Fénix, se halla en la Isla de Jade, maldita
según los marineros. Es vuestra misión ir allí y conseguirla; para con ella ir
al encuentro del Oráculo Oscuro de Fuego y derrotarlo.
-
Así se
hará, mi señor- había respondido Yuna con una profunda reverencia.
-
Habéis
de partir de inmediato. Que los kamis os acompañen.
La joven Escorpión bullía
de emoción ante la idea de cumplir una misión encomendada por el mismísimo
Emperador. Hasta ahora, tan sólo había recibido órdenes procedentes de un
Daimyo menor, a quien regentaba otro Daimyo, a quien regentaba otro Daimyo de
mayor rango, que estaba bajo las órdenes de Bayushi Shoju; el Daimyo mayor de
su Clan; quien estaba bajo las órdenes de Hantei XXXVIII.
“Sin embargo, continúo sin comprender… por qué con ellos”,
pensó, mirando de soslayo a sus compañeros.
Junto a ella
montaban Akodo Yamato, Mirumoto Kenjiro, Agasha Inomaro y Yoritomo Keita. La
misión había sido encomendada a ellos cinco; y ellos cinco habían partido. En
ningún momento Yuna había esperado una misión sólo para ella, pero no alcanzaba
a entender por qué eran justamente ellos los que la acompañaban: los mismos que
se habían encontrado en el camino a Otosan Uchi. Al fin y al cabo, el Mantis no
había demostrado grandes habilidades durante el Campeonato, y en cambio había
sido el Grulla quien quedase en segundo puesto… Quizá se tratara tan sólo de
casualidad. Quizá el Emperador había preferido no involucrar a los clanes
Unicornio, Grulla y Cangrejo en la misión y por ello no había incluido a sus
representantes…
No lo sabía, mas no
sería ella quien osara cuestionar las decisiones de su amado Emperador, jamás. Por
añadidura, sus acompañantes le eran verdaderamente convenientes: al haber
tratado ya con ellos, el recelo inicial que en general todo samurai sentía
hacia una Escorpión se había mitigado… Y la ayuda que el Fénix y el Dragón le
habían proporcionado durante el Campeonato había resultado de lo más útil. A
pesar de que conllevaría algo por su parte, cosa que no olvidaba; tener ya
pequeñas alianzas en el grupo de viajeros era muy positivo.
Con el Akodo había
tratado más de lo que le gustaría, y oh, sabía perfectamente que ambos sentían
el mismo nivel de agrado por tal situación… Pero como el Mantis no se había
alojado con ellos, aún era terreno inexplorado. Decidió que aquello acabaría
pronto; pues al ser el único de todos con conocimientos marítimos, le vendría
bien intentar tenerlo de su parte durante la travesía que los llevara hasta la
Isla de Jade.
Regresó al presente al
divisar a dos guardias a lo lejos. El Camino Imperial era la mejor ruta que
atravesara el Imperio, la más segura y protegida por soldados del Emperador;
que se aseguraban de que todo aquel que lo cruzara tuviera los permisos
necesarios para ello, y protegían con su presencia a viajeros indefensos contra
bandidos. Cuando llegaron hasta ellos, les entregaron los documentos que el
Daimyo Comadreja les había dado la noche anterior.
-
Todo en
orden- dijo uno de ellos tras leer el último, y alzó la vista hacia
ellos- Agasha-san, tenemos un mensaje
para vos.
Le tendió un pequeño
pergamino, que Inomaro abrió y leyó en silencio bajo la disimulada mirada de
todos. Nada dijo el shugenja; y Yuna, curiosa como cualquier Escorpión, se
preguntó si aquella información sería digna de conocer.
-
Tenemos
noticias sobre Otosan Uchi para vosotros- dijo el otro guardia- Al parecer, había una doncella herida en el
lugar en que os hospedabais…
Yamato alzó la vista
hacia el guardia.
-
Ha
muerto.
El León recibió esas
dos palabras como un golpe en el pecho. Aunque fue capaz de ocultar la
consternación de su rostro, una profunda pena llegó hasta su corazón.
-
Lástima-
dijo Yuna suavemente, pero con indiferencia- Sus heridas eran muy graves cuando marchamos. Muchas gracias por
habernos informado.
Tras la caída de la
doncella, los magistrados habían acudido enseguida a la llamada de Shosuro
Ukio; y pronto interrogado a los presentes sobre lo que había ocurrido. Muchos
les dieron tan sólo vagas respuestas, como Yuna: no conocían a la doncella,
nunca se habían fijado en ella y desconocían por qué había sido hallada en tal
estado. Tan sólo Yamato había arrojado algo de luz sobre lo ocurrido.
-
Su
nombre es Suhma. Hace un par de días vino a pedirme ayuda, pues su hermano
estaba enfermo. Mi compañero shugenja sospechó que el niño estaba manchado… -le
miró unos largos instantes- Pero el
pequeño escapó con su hermana antes de que pudiéramos entregarlo a las
autoridades. Desconozco dónde está el niño ahora. Es necesario encontrarle.
A Yuna, y estaba
segura de que tampoco a Agasha Inomaro, les pasó desapercibida la oportunidad
que el León había dejado pasar de denunciar las acciones del shugenja. Sin
embargo, aquello no fue lo único que averiguaron los magistrados sobre la
doncella.
-
Hemos
estado interrogando al ronin. Parece ser el padre de la doncella y del niño
perdido- contestó el magistrado al guerrero León- Lo retendremos aquí, a la espera de que el
niño venga a reunirse con él. También emitiremos una orden de búsqueda, en la
ciudad y los alrededores. Gracias, Akodo-san.
Yuna había mirado
sorprendida a Ginawase, que desde el principio había parecido especialmente
afectado. Comprendió que quizá Ukio le había estado haciendo un favor al ronin,
empleando a sus hijos para que tuvieran qué comer y permitiendo al guerrero
estar cerca de ellos… Aunque Yuna no creía que los jóvenes conocieran la
identidad de su padre, o no habría sido al León a quien esa Suhma pidiera
ayuda.
Pero ahora estaba
muerta, pensó Yuna continuando el camino. Sólo cabía esperar, por el bien del
pequeño, que el niño no fuera encontrado.
-
Samurai-sama…- oía ecos en la lejanía.
Una voz tenue,
tímida, triste… Apenas un susurro, pero tan tangible como el aire que entraba
por sus pulmones.
-
Ayudadme…
Las sombras lo
rodeaban, se enroscaban en torno a él y presionaban su cuerpo con fuerza.
-
Samurai-sama…
Intentó librarse de
ellas, pero cada vez se hacían más fuertes. Se enrollaban en torno a sus
brazos, sus torso, su cuello y sus tobillos. No podía pensar, todo lo llenaba
aquella voz; que resonaba y resonaba miles de veces en su mente.
-
Samurai-sama…
-
Samurai-sama…
-
¡Samurai-sama…!
De pronto, aquel
rostro. Mirándole blanquecino, iluminado por la luz de la luna.
-
No debí
deciros nada- sentenció.
…su cuerpo
estrellado contra el suelo de adoquines.
Yamato despertó
sobresaltado, respirando con dificultad. Miró a su alrededor, pero no encontró
más que a sus compañeros dormidos. Era la primera noche de su viaje. A su lado
vislumbró la silueta yaciente del shugenja: los reflejos de la hoguera en su
kimono con los colores del sol hacían parecer que el mismo Inomaro durmiera
arropado por las llamas. El Dragón, imponente como una montaña, montaba guardia
más lejos, pero miraba hacia los árboles que los rodeaban; no le había visto
despertarse.
Volvió a tumbarse y
cerró los ojos, intentando dejar de ver… el cuerpo de Suhma tirado en el suelo
de la calle, la sangre fluyendo fuera de su cuerpo, la extraña posición de sus
extremidades debido al impacto…
… sus tristes ojos,
llenos de rencor por no haberla ayudado…
Respiró hondo,
intentando calmar su cabalgante corazón. Sentía una profunda pena por aquel
alma, y deseaba intensamente que aquel no hubiera sido su final. Tras cerrar
los ojos un instante, se levantó en busca de su odre de agua: el jadeo de su
sueño lo había dejado sediento.
Mientras andaba lenta
y cuidadosamente junto a un roncante samurái Mantis, lanzó una mirada hacia
Kenjiro y… vio que se había alejado del campamento. Portaba una antorcha, y
alumbraba en dirección a la oscuridad… Parecía hablarle a alguien. En su mente
se disparó la alarma, e inmediatamente localizó su arma en el suelo junto a su
lecho por si debía apresurarse a cogerla.
-
¿Ocurre
algo?- preguntó en voz alta, cauteloso.
El Dragón se giró
rápidamente hacia él, al parecer sobresaltado; y después volvió la vista atrás
un último instante.
-
Nada-
dijo regresando hacia el campamento.
Yamato no se movió
de donde estaba, ni dejó de clavar en él su mirada. Calmada la alarma… nació en
él la sospecha.
-
¿Estáis
seguro, Kenjiro-san?- insistió educada y cautelosamente, mientras sus
ojos se endurecían sobre el Dragón- No
querría pensar que ocultarais algo.
El Dragón clavó en
él sus ojos oscuros. Estaban enmarcados por unas cejas no muy pobladas, pero
que los hacían resaltar de sobremanera en su cabeza rapada. Y en aquellos ojos
que parecían profundos pozos, no vio una expresión amable.
-
Un
sonido llamó mi atención y mi presencia. Sin embargo, nada vieron mis ojos en
la oscuridad de la noche - respondió lentamente, y añadió con frialdad- ¿Por qué hay perlas en vuestro rostro, León?
¿Vuestros malestares regresan a vos?
El León mantuvo la
mirada del Dragón en silencio. No tenía intención alguna de revelar sus
pesadillas a nadie; y menos a Kenjiro, en quien no confiaba.
-
No,
estoy bien- respondió cortante.
-
Tan sólo
espero que no sugiera el león que es la montaña quien ruge- replicó
tajantemente.
Yamato frunció el
ceño aún más: básicamente le estaba diciendo que esperaba que no fuese él quien
le escondiese alguna verdad.
Ambos hombres se
observaron durante largos instantes. Los dos sabían que el otro les ocultaba
algo, pero también que no lo revelaría. Y la mentira era una deshonra demasiado
costosa para un samurai como para ser una opción. No obtendrían más que
silencio.
-
Podéis
iros a dormir- dijo quedamente Yamato- Es el turno de mi guardia.
Kenjiro le miró un
instante más, antes de inclinarse a modo de despedida y marcharse a descansar.
El Akodo lo siguió con la mirada, contrariado; antes de ir junto a sus cosas.
Cogió las piezas de su armadura y se alejó un poco para ponérselas, a fin de no
despertar a sus durmientes compañeros. Mientras, pensó en Kenjiro; en el buen
guerrero que le había parecido al principio, pero en cómo había entrenado
ocultando su verdadera habilidad para confundirles mediante el engaño.
“No me gusta ese hombre”, pensó mientras ajustaba las
últimas cintas, “No me gusta la gente capaz de presentar dos caras…”
-
Samurai-sama...
Hielo en sus venas.
Se volvió de súbito.
Aquel susurro procedente del mismo viento, suave e inquietante caricia en su
nuca… ¿Lo había oído realmente? ¿O habría resonado tan sólo en su mente? Sus
ojos escudriñaron la noche buscando dónde detenerse, sin encontrarlo.
-
Samurai-sama...
“No puede ser…”,
pensó.
Le pareció ver algo
más adelante… no estaba seguro. Miró a sus compañeros: todos parecían dormidos.
Era su responsabilidad asegurar las cercanías, se sabía perfectamente capaz de
hacerlo solo. Y si aquello tenía que ver con lo que creía, no deseaba inmiscuir
al resto de sus compañeros.
Tras fruncir el ceño
con determinación, caminó. Con la katana desenvainada, con cautela. Mientras
dejaba atrás árboles y arbustos, un pensamiento voló un instante hacia la
inquietud de dejar a sus compañeros fuera de su vista. Podrían recibir un
ataque imprevisto en su breve ausencia. Quizá no hubiera sido mala idea
despertar a alguno..
Salió de la nada.
Una criatura
horrenda, más grande que él, apareció de pronto. Tenía torso, y brazos, manos
acabadas en garras, rostro insectoide con ojos negros facetados. Sus alas de
una polilla vibraban furiosamente al tiempo que chillaba, y chillaba hacia él
con unas extrañas mandíbulas dentadas extendidas hacia afuera. Aquel sonido
furioso y vibrante se metió dentro de él. Yamato notó una brusca oleada de
angustia en su corazón, frío en su sangre, dolor en su mente.
Pero el valor que
siempre ardía en su pecho respondió. Aumentó su brillo mientras sujetaba con
firmeza su espada, relajó los hombros y miró directamente a lo que pretendía
hacerle daño, fuera lo que fuera.
Era un samurái León.
Podrían matarlo, pero no temería. Estaba listo para pelear.
La presión en su
cuerpo y su mente se desvaneció tan de súbito como había llegado, y la criatura
que había frente a sí era de pronto diferente. Portaba un largo kimono blanco
cuyas mangas casi llegaban al suelo. No veía sus pies, parecía simplemente
flotar a un palmo del suelo. Tenía un rostro pálido inmaculado, y unos ojos
grises… sorprendidos, al principio. Rencorosos, después. Tristes, llenos de ira
y de frustración al mismo tiempo. Yamato comprendió que había intentado hacer
algo… algo que no había conseguido.
Respiró hondo,
bajando el arma y calmando su galopante corazón.
-
Hola, Suhma- murmuró quedamente.
Yuna parpadeó varias
veces al ser levemente zarandeada.
-
¿Ya es el turno de mi guardia?- murmuró.
Yamato asintió
quedamente, su rostro en las sombras que proyectaba la hoguera que tenía a su
espalda.
La Escorpión asintió
a su vez y se levantó, cogiendo su arma y su armadura; mientras Yamato
comenzaba a quitarse la armadura con cuidado.
-
¿Todo en orden?- susurró ella como una mera
formalidad.
El hombre la miró
un momento. En sus ojos no había un asomo de inquietud o duda.
-
Sí, todo en orden- contestó.
Yuna asintió y se
preparó para su guardia mientras el samurái León regresaba a su lecho.
Otosan Uchi, capital
imperial, estaba situada en territorio Grulla. Tras días bordeando la Bahía del
Sol Dorado, por donde habían visto llegar el barco del Emperador; llegaron a la
Península del Atardecer, a la frontera con el mar.
Y allí encontraron a
Takanami. Se trataba de un barco mercante que recorría la costa del continente,
pero que los samuráis habían contratado para llevarles hasta la deshabitada
isla. Su nombre, Gran Ola, le iba a la perfección. El barco parecía fuerte,
capaz de resistir cualquier tormenta; al igual que sus hombres: marineros
recios del clan Mantis, de piel curtida por viento y salitre, de brazos fuertes
y pies seguros aun en la más resbaladiza cubierta.
-
Bienvenidos,
oh samuráis- se inclinó ante ellos el capitán de la nave- Keita-sama…- se inclinó especialmente
ante el guerrero Mantis.
-
Kiryo-san-
se inclinó el Mantis antes de subir a bordo.
En cuanto hubieron
llegado a la ciudad, los compañeros habían dejado en manos de Yoritomo Keita el
encontrar un pasaje; pues bien había dejado claro en el camino hasta allí no
sólo que como Mantis sabría qué barcos serían adecuados por sus conocimientos marinos,
sino que tenía más de un buen contacto en los puertos. En apenas unas horas
había conseguido los pasajes; a buen precio para sus compañeros, a ninguno para
él. Dato que, por supuesto, se había guardado para sí, y gracias al cual había
conseguido algo de beneficio de sus compañeros. No iba a desaprovechar la
oportunidad.
Yuna obsequió a
Kiryo con una amplia sonrisa al pasar junto a él. Cosa que no muchos merecían,
pero no le importó. Consideraba importante ganarse aliados, y empezar con buen
pie con el capitán del barco era un primer paso.
El siguiente era
tratar con Keita.
-
Os he de
dar las gracias, Yoritomo-san- dijo acercándose a él, que estaba apoyado
en una balaustrada observando a los marineros- Tanto por haber conseguido nuestro pasaje tan rápido, como por haber
sabido escoger un barco que parece tan capaz. Vuestros conocimientos marítimos
deben ser admirables.
-
Por
favor… vuestras palabras me halagan- replicó esbozando una sonrisa- Cada uno tiene sus puntos fuertes. Yo
encuentro barcos, vos ganáis Campeonatos…
La joven se echó a
reír, una risa cantarina y alegre que hizo sonreír al guerrero. Pronto
entablaron conversación. Yuna vio pronto que la elocuencia no era una de sus
virtudes, pero por cómo intentaba sacar temas de los que hablar… y por sus
ojos, dilucidó que parecía algo interesado en ella. Poco después se apartó de
él, su primer acercamiento conseguido; dejando que fuera a tratar con los
marineros.
Clavó su vista en el
mar mientras el barco zarpaba. El infinito azul no les permitía aún ver su
destino, pero todos sabían que en tres días la silueta de la Isla de Jade se
dibujaría contra el horizonte. Isla deshabitada, misteriosa, de donde nadie
regresaba… A donde debían marchar para conseguir el objeto sagrado con que
enfrentarse al Oráculo Oscuro de Fuego.
Sonrió para sí.
-
¡¡Moveos,
malditas ratas!! ¡¡Más deprisa!!
Otro bandazo arrancó
exclamaciones de alerta por parte de los marineros. Las órdenes del capitán se
perdieron entre el hambriento rugido del océano y el furioso martillear de la
lluvia sobre la madera. Como una cruel ironía del destino, gigantescas olas se
abalanzaban sin tregua sobre la cubierta y los laterales de Takanami, haciendo
al navío zarandearse a cada embestida.
El gran azul no les
había recibido con benevolencia. Un día después de adentrarse en alta mar, se
había formado frente a ellos una enorme tormenta; y antes de que pudieran
desviar el rumbo, ésta había descargado toda su ira contra ellos.
Yuna se aferró a la
baranda con los nudillos blancos cuando otra ola le pasó por encima,
golpeándola con la fuerza de todo su peso e intentando arrastrarla con ella.
Cuando el agua pasó, el fuerte viento le atravesó la ropa, la piel y la carne
hasta helarle los huesos. Empapada y tiritando, se aferró aún más fuerte a su
agarre ante una nueva embestida. El aullido del viento lo llenaba todo, cuando
los truenos y las olas dejaban que se oyera.
Aunque nunca había
llegado a adentrarse en el mar, y nunca se había enfrentado a su furia, no
temía por su vida ni por su futuro. Era una samurai-ko. Pero su valor no le
ayudaba a mantener su estómago en calma; no con el barco agitándose como si sus
tripulantes fueran gotas de agua que un perro intentara quitarse del pelaje.
Se sentía
avergonzada por su escasa resistencia al mar, mas era su consuelo saber que el
resto de sus compañeros no se hallaban en mejores condiciones que ella. A
excepción del Mantis, claro, que parecía de hecho estarse divirtiendo tanto
como los marineros. El guerrero Dragón había mantenido el tipo a duras penas,
pero Yamato e Inomaro habían caído antes que ella; hacía horas. Hubiera jurado,
de hecho, que uno había vomitado sobre el otro; pero ni se había fijado en ese
momento en un acto tan lamentable, ni deseaba recordarlo en aquellos momentos.
Pasando por alto la paralizada
mujer junto a la baranda, la cubierta de Takanami era un hervidero de
movimiento; un avispero recién zarandeado repleto de carreras, gruñidos de
esfuerzo y rugidos de desafío al mar. La Escorpión era incapaz de comprender
cómo podían los marineros Mantis correr con sus pies desnudos mientras ella a
penas se mantenía en el sitio, equilibrarse aun con los bandazos de la
embarcación, dominar olas tan rabiosas e inclementes. De hecho, hubiera jurado
verles sonreír, y oírles cantar con el fragor de la tormenta como compás. La
parte de su mente que se no se dedicaba a su autocontrol ni a evitar caer
arrastrada por el agua al océano, observó con asombro su pericia, y los admiró.
-
¡¡Samurai-sama,
no deb…!!
Un trueno partió en
dos el aire y ahogó la voz del marinero que se había arrodillado junto a Yuna.
La luz del rayo que lo siguió iluminó la oscura noche, estancándola en una
blanca obra de arte un instante; antes de dejar que se sumiera de nuevo en la
negrura
-
¡¡Insisto
en que deberíais regresar, samurai-sama!!- volvió a intentarlo el
marino, aferrándose a la baranda al moverse de nuevo el barco.
Ya se lo habían
dicho al verla salir, pero nadie había osado repetírselo hasta entonces. La
mujer había salido de su camarote con los primeros bandazos, incapaz de
soportar el movimiento y ansiando aire y espacios abiertos; aunque tras
conseguirlos no había podido calmarse.
Sin embargo,
comprendía. El mareo dentro de su habitación era un problema sumamente menor si
tenía en cuenta la no tan remota posibilidad de caer arrastrada al mar por una
de aquellas olas: aunque no sabía si se debía tan sólo a su respetuosa
percepción de la tormenta, parecía que cada vez se alzaran más altas. El
contenido de su estómago ya se había convertido en alimento para los peces, y
en su camarote no sólo estaría más segura, sino que no estorbaría a los
marinos; cuya tarea ya era ardua de por sí.
Incapaz de hacerse
oír con su débil voz en el estruendo de la tormenta, simplemente asintió
vigorosamente; el marino sonrió al verla razonar, antes de echar a correr a
continuar con sus tareas.
Yuna se levantó e
intentó avanzar hacia la puerta de acceso a los camarotes, luchando contra la
pérdida de equilibrio. El viento le tiraba de la ropa y le echaba el cabello
mojado sobre el rostro; al intentar quitárselo de un manotazo, le vio de nuevo.
Había sabido que
Akodo Yamato también había subido a cubierta, y probablemente con problemas
similares a los suyos. No sabía si el León había comprendido también lo que le
convenía, o si había considerado mejor opción no mantener su orgullo al ver las
acciones de la Escorpión; pero el caso era que se dirigía en su misma
dirección. Le mantuvo la puerta abierta cuando llegó hasta ella, y habiendo
pasado los dos la empujaron juntos, luchando contra la fuerza del viento hasta
cerrarla.
-
Gracias…-
jadeó el guerrero.
Un bandazo les hizo
golpearse contra una de las paredes de las estrechas escaleras que bajaban
hacia los camarotes. Sujetándose con las manos en las paredes, descendieron a
toda prisa; y ansiosos por salir del estrecho pasillo se metieron en la primera
habitación, la del León.
Yamato se arrodilló muy
dignamente junto a su futón, pero jadeaba y parecía exhausto. El mismo aspecto
ofrecía la samurai-ko, que se apoyaba en la pared de la habitación con las
ropas revueltas y el cabello totalmente descontrolado por el viento y la
lluvia. Ambos procuraron sin embargo mantener la compostura. Ella unió las
manos dentro de las mangas de su kimono en una pose calmada y sumisa… no tan
sólo para aparentar sosiego, sino además muy interesada en que sus brazos
cubrieran su pecho: era sumamente consciente de cuánto se le pegaba el kimono
mojado al cuerpo. Y del frío que tenía. Intentó entablar conversación con su
compañero, ansiando que la distrajera del incesante movimiento del suelo bajo
sus pies.
-
La furia
de los kamis es grande.
-
Sin duda-
respondió el joven- Sin embargo,
considero que estamos a salvo. Los marineros Mantis parecen muy capaces de
manejar esto y mucho más.
-
Desde
luego, parecen nacidos para estar en una tormenta como ésta…
Un golpe de ola
lanzó a Yamato del camastro a la pared, y tiró a Yuna al suelo. Aunque el
zarandeo del barco era igual en cubierta que donde se encontraban, allí abajo
era infinitamente más notorio y mareante. El suelo se alzó y bajó de pronto al
remontar una ola la embarcación, y los agitó como granos de arroz en un caldo
removido, ambos emitieron exclamaciones. Yuna intentó alzar la vista, pero sus
ojos sólo alcanzaron a ver cómo la espumosa agua de una ola arañaba el
ventanuco del camarote.
Sintiendo que perdía
de nuevo el control de su cuerpo, intentó ponerse en pie y dirigirse hacia la
puerta. Murmuró una excusa, incapaz de mirar atrás; pero oyó una arcada y un
sonido húmedo tras ella. Apretó los puños y cerró la puerta tras de sí, dejando
al León la posibilidad de creer que no le había oído, y avanzó a trompicones
por el agobiante pasillo hasta entrar en su habitación, agotada.
Cerró la puerta y se
apoyó en ella, sujetándose a las paredes. Iba a mantener la calma, a controlar
su cuerpo y su mente; pensó con determinación. Se arrodilló en el centro de la
habitación y cerró los ojos, emulando los jardines Bayushi de su infancia,
donde su sensei le había enseñado sus primeras lecciones.
Respiró. Respiró
hondo, y mientras los gritos y truenos se alejaban recordó… el aroma del
incienso. Sí… Su sensei siempre comenzaba sus meditaciones con incienso. Se
sentaban uno frente al otro, en una zona apartada del tránsito general de los
jardines.
Inspirar. Espirar.
Su energía estaba muy agitada… Dejó que se fuera calmando, poco a poco…
Su estómago comenzó
a relajar los músculos que lo mantenían en absoluta tensión.
Sus hombros bajaron
de altura.
Los latidos de su
corazón se fueron espaciando en el tiempo.
Y un bandazo lanzó a
Yuna contra la pared, regalándole no sólo la agitada energía de la que había
conseguido deshacerse, sino además un buen golpe en la cabeza.
Emitió un gruñido de
fastidio, y mientras volvía a su anterior postura, decidió muy seriamente que
odiaba el mar.
Fuera, el viento y
las olas seguían rugiendo. Al parecer, el sentimiento era mutuo.
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